Asombrosa capacidad la de Ang Lee para cambiar de chip y entregar una superproducción tan rematadamente yanqui como «Hulk» o volver tras sus pasos hasta el lejano Oriente que le vio nacer y contar un canónico drama de época que huele y respira como los clásicos. Lee nos lleva a los días de la ocupación japonesa de Shanghai (c. 1940) y ahí, en un toma y daca de espionaje y contraespionaje, de resistencia al invasor, desarrolla una historia de amor/adicción condenada a la tragedia. Hay lugar para la intriga, y Lee resuelve esos tramos de la cinta con solvencia pero, sobre todo, en «Deseo, peligro» hay mucho, mucho espacio para el amor enfermizo, para la pasión que limita con el dolor, y Lee resuelve la papeleta romántica aún mejor, utilizando intensas secuencias de sexo no como burdo reclamo publicitario sino como expresión última de la tempestad erótica desatada entre Wei Tang (bella, enigmática, refinada… menudo debut el suyo) y esa suerte de Bogart hongkonés llamado Tony Leung.
Ang Lee es un obseso del detalle y un esmerado pintor de miradas y de gestos. A veces su cámara acaricia, otras golpea; siempre se entrega a la emoción y es enemigo de la tibieza. Si alguien puede acreditar justificante para una película de dos horas y media de duración es el director de «La tormenta de hielo». El relato merece ese esfuerzo por parte del espectador, como merece el muy generoso capital invertido para construir este universo de deseo peligroso ladrillo a ladrillo, con una escenografía regia, a la vieja usanza; tirando de una auténtica hueste de extras para recrear el bullicio y el frenesí de los arrabales de Hong Kong o Shanghai.
Definitivamente, Lee es uno de esos (pocos) realizadores que juega en otra liga, la de los más grandes. El resto, los moradores de la tranquila normalidad palidecen cuando Ang pone sus galones encima de la mesa. Con su bagaje bien puede dedicarse después a filmar todos los gigantones verdes que le plazca. Se lo ha ganado.