Sin ser estrictamente un musical, ni en sus formas ni en su desarrollo, «Once» rebosa música -buena música- por los cuatro costados. La música que un cantante folk callejero y su recién conocida compañera componen e interpretan en pos del sueño definitivo: vivir de los acordes y las melodías y dejar atrás Irlanda para instalarse en la Babilonia londinense.
La cinta de Carney es fiel reflejo de esas canciones desnudas y algo acarameladas con las que sus protagonistas se tiran a la calle. Sencillez, ésa es la consigna argumental, visual (y musical) de «Once». Sencillez y mucha sensibilidad; lo cual, no hay por qué negarlo, hace que la película esté constantemente bailando al borde del abismo de lo ñoño. Aunque eso, el azúcar, es cuestión de gustos, como casi todo.
Dejando a un lado la pericia de Carney para conducir su pequeña historia a buen puerto, es imposible pasar por alto a quien es el alma absoluta de «Once»: Glen Hansard, que actúa, canta como un querubín y compone todos los temas que su personaje interpreta en la banda sonora. Lo que se dice un hombre del Renacimiento. Que nadie lo dude, ha nacido una estrella.