DisturbiaComo esos padres que convierten las cucharas llenas de papilla en avionetas imaginarias para que sus bebés las consuman con gusto, el mercenario D.J. Caruso («Apostando al límite») se monta en «Disturbia» su particular versión de «La ventana indiscreta», remozada y reciclada para regocijo de la generación Playstation. Un personaje como aquél de Jimmy Stewart, en silla de ruedas y armado con una prehistórica cámara de fotos resulta completamente obsoleto en estos tiempos que corren, o así al menos lo creen allá en las colinas de Hollywood. Mucho mejor este niño rico de suburbio que nos presenta Caruso con mucho tiempo libre y pertrechado de un arsenal tecnológico que hace 40 años habría servido para poner a un hombre en la Luna. Mucho mejor, de nuevo, mostrar sin tapujos y dejando poco o nada a la imaginación todo lo que en «La ventana…» apenas se insinuaba, se sugería. Es el signo de los tiempos.

El argumento básicamente es el mismo del de la obra maestra de Hitchcock: este muchacho con vocación de voyeur cree haber identificado en uno de sus vecinos a un asesino en serie que anda suelto por la zona y comienza a jugar a ser Sherlock Holmes. Todo más o menos correcto; buenas dosis de suspense y un ritmo aceptable. Todo correcto si obviamos, eso sí, los tres cuartos de hora iniciales que D.J. y compañía emplean en contarnos las cuitas amorosas y los picores hormonales de ese chaval y sus compinches que, desde luego, importan muy poco a cualquiera que haya rebasado la barrera de los 15 años. Un marear la perdiz y pelar la pava que colaboran aun más si cabe a la sensación general de estar ante un producto para el solo deleite de los esclavos del acné y las ortodoncias. Eso, unido a toda una serie de oportunistas referencias actuales, le otorga a la cinta de Caruso una vigencia de no más de un lustro. Pasado ese período, los guiños a YoutubeiTunes resultarán tan anacrónicos como el Spectrum 48k con el que Matthew Broderick pirateaba los servidores del Pentágono en «Juegos de Guerra».

Si Don Alfredo levantara la cabeza probablemente felicitaría a Caruso por la elección de la jovencita co-protagonista. «Gran talento el suyo para lucir bikinis», espetaría. Acto seguido pediría que alguien tuviera la amabilidad de volver a tapar su ataúd porque, por muy dulces que sean estos bollycaos de ahora, Grace Kelly sigue siendo Grace Kelly… incluso en el más allá.