La-Jungla-4El policía con el sentido de la oportunidad más nefasto del cine renace de sus cenizas y, cual ave Fénix pasado de kilos, da un par de torpes y pesados aleteos antes de acabar estampándose contra el suelo. McLane/Willis no está ya para semejantes trotes; todos lo saben, y al verle más calvo, más gordo y más viejo, el mercenario Len Wiseman y los productores le han hecho (o al menos lo han intentado) un traje a medida en el que el antaño héroe americano de sudorosa camiseta imperio pasa casi a un segundo plano. A su alrededor, una trama sobre hackers y terroristas virtuales que parece llegar 10 años tarde y, cómo no, una serie de secuencias disparatadas en las que se desafía la Gravedad y las leyes anatómicas sin ningún rubor. Para cuando Bruce Willis se avalanza sobre un caza en pleno vuelo, hemos asistido a tantas acrobacias imposibles que incluso lo vemos como algo perfectamente normal. ¿Por qué no? Este hombre tiene más vidas que un siamés y, apurando ese cuerpo juvenil de 52 años, todavía le puede dar para una secuela más de «La jungla de cristal».

Esta nueva jungla hace aguas por muchos flancos, algo para nada extraño en una cinta de acción pura y dura; pero Wiseman y compañía han cometido un pecado capital. De repente John Mclane ha dejado de ser gracioso. Su mayor atractivo, esa habilidad para descerrajar un buen chiste en momentos en que todo pinta gris oscuro, se esfuma de la pantalla en esta cuarta parte de sus aventuras, dando la impresión de que su personaje ha sido introducido con martillo y cincel dentro de un guión que no le pertenece. Ya no giran los acontecimientos en torno Willis , ahora es él el que «pasaba por allí», por una historia que podría haber funcionado (o no) sustituyendo su oronda estampa por la de cualquier anabolizado del tres al cuarto. La cosa roza la autoparodia en más de una ocasión, pero seguramente no sea eso algo que le quite el sueño al bueno de Bruce , siempre que sus «¡Yipi kay ye, hijo de puta!» se sigan pagando con cifras de muchos ceros.