Dicen que dicen que quien tiene un amigo, tiene un tesoro; sin embargo, el problema de Daniel Auteuil, o del alter ego que ha imaginado para él Patrice Leconte en «Mi mejor amigo», es que tiene demasiados tesoros en su tienda de antigüedades de postín, pero ningún amigo. Nada que deba preocuparle a un tipo que es tan hábil para la compra-venta de reliquias como incapaz para las relaciones sociales… nada que deba preocuparle hasta que, un día, alguien le pone coloca cara a cara con la cruda realidad: está más solo que la una. Hora, pues, de buscarse un buen amigo. ¿Qué puede tener eso de complicado comparado con negociar una silla Luis XVI o un par vasijas griegas?
Leconte se muestra más distendido y divertido que de costumbre, y camufla de comedia simpática y relajada una certera reflexión sobre la amistad. Eso si, el aura de pedantería de sus personajes se mantiene. Al fin y al cabo son franceses, ¡por Tutatis!. Franceses burgueses, para más inri, y ese tipo de perfil le va siempre que ni pintado al sobrio Auteuil, algo que Leconte no pasa por alto.
«Mi mejor amigo» transmite optimismo y buenas vibraciones, y aunque no es eso lo que se espera de su director, no está mal derribar estereotipos e ideas preconcebidas de vez en cuando. Ha querido entonar una oda moderna a las relaciones interpersonales y se ha salido con la suya. Misión cumplida (se supone).