La-soledadJaime Rosales se entrega en su segunda incursión en el largometraje a un sobrio ejercicio de contemplación de la cotidianidad más elemental. Cotidianidad teñida de tragedia no tan cotidiana para alguna de las mujeres -estamos ante una serie de retratos eminentemente femeninos- que se pasean pantalla adentro. Y es que la cámara de Rosales no busca, no escudriña, no se mueve. Apela única y exclusivamente a la foto fija con la sola licencia estilística de desdoblar la mayoría de los planos para mostrar de forma simultánea dos puntos de vista diferentes de la misma secuencia. Más allá de eso «La soledad» no dista mucho de lo que se lograría escondiendo un objetivo en cualquier rincón de la casa para permitir que la vida pase por delante, con todo lo bueno y todo lo malo que pueda desprenderse de algo así; todo lo que pueda tener de tedioso o de fascinante y que, al fin y al cabo, no depende tanto de lo que Rosales muestra como del interés que esos momentos, esas conversaciones y esas miradas despierten en cada espectador.

Alguien comentó una vez que asistir a la proyección de una película de Rohmer era como ver crecer la hierba. Cambiando a un símil geológico, el visionado de «La soledad» puede ser una experiencia parecida a contemplar el avance de una placa tectónica. Requiere paciencia. Mucha paciencia. Algo que se vende demasiado caro en la era de lo espídico y lo inmediato.