Sentir o no sentir. Ésa es la única cuestión que importa para la, en tiempos, alumna aventajada del movimiento DOGMA, Susanne Bier. Sentir, aunque sea el dolor que padecen sus personajes en «Después de la boda». Jacob (Mads Mikkelsen, omnipresente en el cine nórdico) vuelve a Dinamarca desde la India para recaudar fondos con los que mantener el refugio de niños que allí regenta… o eso cree él. A no mucho tardar esa existencia entregada al altruismo y llena de ira por las injusticias sociales (o de cualquier tipo) va a mutar en una montaña rusa emocional y sentimental que le dejará la vida hecha unos zorros.
Bier tiene la virtud de convertir argumentos folletinescos más propios de los culebrones en crudas reflexiones sobre el querer y otras malas hierbas. Es el suyo un collage de miradas y planos cortos que llevan al espectador a conectar ipso-facto con sus actores (con sus magníficos actores). En «Después de la boda» es Mikkelsen el canalizador de la historia, pero su colega, el grandullón Rolf Lassgard, acaba por sacarle un par de cuerpos de ventaja hacia el fnal de la cinta gracias a un carrusel de secuencias demoledoras en las que, literalmente, se vacía presa de la desesperación y la rabia. La directora danesa es una especialista en construir ese tipo de escenas en las que las emociones saltan por los aires como fuegos artificiales; aunque todas ellas quedarían en nada sin actores capaces de defenderlas; sin esos hombres y mujeres norteños que, si es por su amiga Susanne, están dispuestos a sacarse de encima sus corazas de hielo e ir a ciegas hasta el abismo, sabiéndose en las mejores manos.
¿Dónde vas, Susanne? «Dramones, traigo», responde ella. Pues eso mismo, con todas las letras y sin un ápice de ñoñería.