El idilio entre Garci y las películas ambientadas en la cornisa norteña, allá a finales del siglo veinte/principios del veintiuno sigue adelante gozando de una salud inmejorable. Le podrán acusar de rancio, de conservador; le acusarán de cualquier cosa en esta tierra de la envidia que tan bien retrata el director madrileño en sus relatos decimonónicos de la piel de toro, pero él a lo suyo y si dicen, que «dizan». Él a fotografiar los bosques de Asturias como nadie lo ha hecho, a empeñarse en tirar de un exquisito lenguaje de época trasladado con mimo a la pantalla y enmarcado en escenarios de lujo, con toda la pompa que sea necesaria. Cine es crear lo que no existe; darle vida, y si no le concedemos a Garci su maestría en el arte de resucitar, cien años después, aldeas enteras, familias, personajes… entonces estamos todos completamente locos.
«Luz de domingo» es una historia de amor con mayúsculas; de amor de novela en un entorno caciquil y cainita. Una pareja de jóvenes tocados por Cupido (fantástica Paula Echevarría, toda una revelación) ve truncada su felicidad por la intervención malvada del jerifalte del lugar, un Carlos Larrañaga embutido en ese papel que siempre ha bordado: un hijo de perra contumaz, un «padrino» de provincias; déspota, chulo, sin piedad. Enfrente, Alfredo Landa, muy sobrio, el mejor trabajo del veterano actor navarro en los últimos años junto a su participación en la también garciana «Historia de un beso». ¿Qué sería de nombres como Larrañaga, Manuel Galiana o el propio Landa si un tal J.L. Garci no tuviera claro que son ellos y no otros los grandes actores de este país y actuara en consecuencia, es decir, dándoles trabajo? Incluso aunque alguno, como Landa, acabe mordiendo la mano de quien le da de comer, soltando tremenda rajada del director de«Volver a empezar» no se sabe aún muy bien por qué. «Antes muerto que recibir el Goya honorífico de manos de Garci», dijo el amigo Alfredo días antes de la entrega de los dichosos premios.
Garci juega en una liga propia, con sus propias reglas y su inquebrantable concepción de lo que supone filmar una historia, montarla, musicarla; a imagen y semejanza de como lo hacían sus héroes, sus amados Ophüls, Negulesco, Hawks… Y es que JL no pretende ser clásico, JL ES un clásico, guste o no guste. Prueben ustedes, si no, a visionar esta «Luz de domingo» de aquí a treinta años y después hagan lo propio con la más (supuestamente) transgresora de las películas de, por ejemplo, el enfant terribleCalparsoro. ¿Cuál de las dos habrá sucumbido estrepitosamente al tic tac del reloj? ¿Acaso lo dudan? El algodón no engaña.