La-perreraPerroflauta: dícese del joven de aspecto desaliñado y poco aseado que, sólo o en compañía de otros acólitos, pasta por la ciudad, el campo o la playa arrastrando un rebaño de canes y pertrechado con el instrumento de viento que consta en su denominación, permutable éste por bongos, timbales o incluso chirimbolos que emplean en diversas disciplinas malabares. Es bueno aclarar términos antes de entrar en materia, porque eso precisamente, una pandilla de perroflautas, es lo que Manolo Nieto tiene a bien retratar en su ópera prima. Jóvenes argentinos sobradamente fumados que se construyen casas de chapón y uralita y practican sexo, si Dios provee, mientras se fajan en choques generacionales con padres que quieren hacer de ellos «hombres hechos y derechos».

No termina uno de tener claro si Nieto se compadece de estosneo-hippies que, de tanto entregarse al modus vivendi ocioso del verano del amor, acaban pasando las de Caín, o si se ríe de ellos desde el sarcasmo: vivir como vagabundos, perfecto; pero sin el talonario de papá. Lo que sí es bastante más evidente es que el ritmo vital del personaje protagonista y, por ende, de todos los que le rodean, ese «tranqui tronco» (o «aflojá piiibe») contagia toda la película de un cierto compás de espera, esperando no se sabe muy bien qué. Nieto gira y gira con infinita parsimonia alrededor de situaciones anodinas en las que toman parte tipos (y tipas) con muy poco que decir. Aún así, el director uruguayo alarga la agonía hasta la hora y tres cuartos; algo que probablemente sobrellevaríamos mucho mejor bajo los efectos de uno de esos hongos alucinógenos que consumen estos hijos de Woodstock. Y es que debe ser duro ir de hippie en este mundo moderno; pero los honrados (y desprevenidos) espectadores no tienen la culpa.