GertrudGertrud, una mujer bajo la influencia, que diría John Cassavetes . Bajo la influencia de un amor que le es esquivo y de un marido que la supone un lujo más, otra condecoración en la solapa. Hasta aquí, todo razonablemente normal para el típico drama de sentimientos a flor de piel en que unos y otros mueren de pasión (o por ausencia de). Pero no conviene pasar por alto que aquí el maestro de ceremonias es Dreyer , y nada en su imaginario es simplista ni sencillo, a excepción hecha de sus habituales puestas en escena cuasi teatrales, espartanas en medios, y de sus interminables planos secuencia. Lo estático llevado al paroxismo, con todas las dificultades que algo así conlleva para el equipo artístico y, en especial, para unos actores que han de ejecutar larguísimos diálogos de una tacada. En cualquier caso, la verdadera complejidad de las construcciones de Dreyer reside es su habilidad para diseccionar a sus personajes, embebidos en metáforas y en las más intrincadas reflexiones sobre lo humano y lo divino -esto último siempre desde un punto de vista eminentemente descreído-, mientras deshojan su margarita amorosa. El manifiesto de «Gertrud» es claro: sin amor no hay nada. Por eso todos los que desfilan por delante de la cámara viven sabiéndose y sintiéndose desgraciados, aún habiendo alcanzado las mayores cotas de reconocimiento social y profesional. Lo tienen todo menos las dichosas flechas de Cupido, y así las victorias saben todas a derrota.

En pleno reinado mundial de los primeros cachorros del Actor’s Studio, la naturalidad y el «método» no entraban en los planes de un ya venerable Dreyer , y así, disponía a sus actores como a títeres, afectadísimos, con la mirada perdida en el horizonte y de movimientos deliberadamente fríos y mecánicos. El escenario entendido no como una extensión del mundo real, sino como una dimensión aparte, con sus propios códigos, sus propias reglas. Una forma de arte elevada y profunda que distaba mucho del dios Brando exhibiéndose arrogante cual pavo real, o de Burt Lancaster dando saltos mortales. Un modus operandi ante el que el neófito ha de estar prevenido para saber encajar el tempo y las pausas de unos actores que para algunos pueden resultar incluso ridículos. Sin embargo, en cuanto se aceptan y se asumen los preceptos de la obra del director danés todo acaba por resultar en una experiencia hipnótica y fascinante, sin parangón posible en ninguna otra propuesta de la historia del cine. Porque, aunque siempre nos quedará Pacino Dreyer contó muchas cosas, casi todas fundamentales. Y, de acuerdo, alabamos a Carl Theodor porque somos unos esnobs de aquí te espero, pero a veces incluso los esnobs tienen razón.