Aunque el origen del título esté en cierto pasaje de la propia cinta, lo cierto es que las verdaderas marionetas de este guiñol son todos y cada uno de los personajes que Bergman , una vez más, ponía sobre su tapete de silencios y monólogos para expulsar, a través de ellos, unos cuantos demonios personales. De la depresión y las noches de whisky y Valium por una vida en pareja hecha añicos, hasta el asesinato, aunque no necesariamente en ese orden. El hermético director sueco juguetea con el orden los acontecimientos para diseccionar las claves del relato a su propio ritmo. La volatilidad del amor y la pasión a debate, junto con los habituales desvíos hacia la retórica y las reflexiones acerca del implacable paso del tiempo lanzadas al vacío de un espejo.
No hay forma de saber si Ingmar se llevó consigo muchas respuestas al otro lado cuando nos dejó hace unas semanas, pero, por si acaso, dejó toda su obra minada de preguntas que obraban por si mismas como bálsamo para la ansiedad existencial, sin necesidad de iluminados que las contesten ni de teóricos que las analicen. Con una cámara, la asepsia del blanco llenando la pantalla y un puñado de actores soberbios Bergman , como tantas otras veces -antes y después- en su vastísima carrera, convertía en imágenes y sonidos lo que otros muchos, décadas o siglos atrás, habían puesto en negro sobre blanco. ¿Pretencioso? Tal vez. Pero hay que apuntar alto si se quiere sobrevivir en terrenos tan resbaladizos como son el alma humana y sus delirios.