Teorizo, o divago, sobre el estado moribundo del periodismo musical desde una revista que apenas si ha empezado a gatear. Qué arrogancia, qué osadía, ¡qué cinismo! ¿Quién te crees que eres? ¿Un regeneracionista? ¿El Pablo Iglesias del gremio? ¿Vienes aquí a salvarnos del antiguo régimen? ¿A prometernos un nuevo orden? ¿Una revolución? No le va a faltar razón a quien se haga alguna de esas preguntas, lo reconozco. Pero servidor se cortó la coleta hace tiempo –conviene cortársela para prevenir la alopecia, háganselo saber al camarada Iglesias- y, en realidad, esto no será ningún rapapolvo. Tampoco traigo soluciones. No sé si hay remedio. Traigo correlaciones, causas, efectos, y hasta puede que los neocoms me echen una mano. En esta historia también hay un “régimen del 78”, una casta, estómagos agradecidos; hay días de putas y cocaína y una resaca de nivel 10 en la escala Charlie Sheen que nos dejó conectados al respirador, entre la UCI y la morgue. Dando bocanadas histéricas como un pez expulsado de la pecera, desorientados, y en el bolsillo sólo la varilla de plástico con la que removimos el último gintonic.
…Y LAS TINIEBLAS CUBRÍAN LA SUPERFICIE DEL ABISMO
Érase que se era un paisito de rancio abolengo y pasado imperial devenido en la pandereta de un general cuasi eunuco (o semi-eunuco). Cuarenta años de versión oficial, de cuadrarnos con el sol de cara. En nuestra sombra, un yugo, una flecha y una mantilla. Mientras, allende ese océano o esas cordilleras en otros tiempos conquistados, Elvis erizaba pezones con la onda expansiva de sus descargas pélvicas, Morrison cruzaba al otro lado en una bañera parisina y Bowie, Iggy y Lou se esnifaban el muro de Berlín. El pop y el rock and roll se habían olvidado de España, a excepción hecha de algunos niños bien, futuros progres.
Muerto el único testículo hábil del dictador se acabó la rabia (o casi), pero la cicatriz de la cuchillada cultural autoinfligida no iba a desaparecer. No desapareció. No ha desaparecido nunca. ¿Y qué podíamos hacer? Sin recursos, sin más referente que el viaje a Londres, boina calzada hasta el tabique nasal, para volver luciendo un conato de melena, con el cesto de las morcillas lleno de plástico negro. Nos inventamos una escena. Y nos inventamos revistas, y fanzines (antes de saber qué demonios era un fanzine); nos inventamos nuestros propios panfletos musicales desde donde narrar las excelencias de todos aquellos artistas que a los mayores les sonaban a condenación eterna y a los chavales de la casa les molaban mazo, les enrollaban a tope, les hacían flipar en colores. Era la Edad de Oro del pop español y un puñado de plumillas autárquicos estaban ahí para contarlo.
NUNCA DEBÍ TOMAR ESE AVIÓN, AHORA ESTOY EN OTRA DIMENSIÓN
El aprendizaje duró lo que tardó el estadista sevillano en entregar su chaqueta de pana a la hoguera de las vanidades. España tenía que ser moderna. Ya. Guerra dijo que a este país no lo iba a conocer ni la madre que lo parió. Aunque una madre reconoce a su hijo siempre, no importa cuánto pegamento esnife ni de qué color se pinte la cresta, llevaba razón el diputado que más tiempo ha calentado un sillón del hemiciclo. La cara nos la habíamos lavado. El kiosquero tuvo que hacerle un hueco a regañadientes a cantantes invertidos, travestidos, de los que bien que necesitarían dos milis de las de antes, entre las cenizas de El Alcázar y las columnas jónicas del ABC. Vibraciones, Popular 1, Rock Especial (aka Rockdelux), Ruta 66, El Gran Musical, Heavy Rock, los estertores de Disco Express (la verdadera decana), más una docena de intentonas de las que, esta vez sí, no se acuerdan ni las madre que las parieron. Nuestras Mojo, Rolling Stone, Spin, NME… Más o menos. Con cada nueva cabecera, el advenimiento de un pope dispuesto a contarnos qué escuchar (y, sobre todo, qué no escuchar). Toda iglesia necesita a su párroco y si de algo sabemos en este país es de sotanas. Un buen párroco sabe arengar, sabe fidelizar; sabe cómo hacerte volver a cruzar las puertas del templo el domingo siguiente. Y el otro, y el otro, y el otro…
LA FIBRA ÓPTICA MATÓ A LA ESTRELLA DEL PAPEL
De Manrique a Ordovás, de la familia Martín a Jaime Gonzalo o Santi Carrillo, todos captaron perfectamente el mensaje: uno se debe a sus feligreses. Algunos lanzaron una enmienda a esa totalidad: a sus feligreses y a los amigos, y a aquella discográfica tan maja que paga tan bien si entrevistas a su chico de oro. Lograron lo impensable; profesionalizarse ejerciendo de algo que sus padres ni siquiera considerarían un trabajo de verdad.
Lo hicieron bien. Lo hicieron muy bien. Se aliaron con las tribus urbanas, tomaron partido por los nuevos románticos, por los punks, por los rockeros de pelo en pecho, por los mods, y el afecto fue mutuo hasta el via crucis de Cobain y más allá. A los más jóvenes del lugar, incluso a los propios editores de estas páginas, les sonará tan lejano como las historias del estraperlo en la Guerra Civil, pero hubo un tiempo en que la cita con el stand de revistas era tan sagrada para los cofrades de los cuatro acordes como lo es para el chonismo ibérico un podio en Amnesia. Observen, observe a través de la bola de cristal que a brilla encima de la camilla:
-¿Ha llegado ya mi revista?
– No.
– ¿Ha llegado ya mi revista?
– No, todavía no.
– ¿Y hoy? ¿Ha llegado?
-No, pero ha llegado esta otra que…
– Quiero heroína, no polvos de talco. El día menos pensado cambio de camello.
¡Ah, la devoción juvenil! Cómo no pecar de soberbia, cómo no creerte una rockstar si el espíritu adolescente también desespera por ti, también espera por ti. Si las propias rockstars comparten las rayas contigo o aceptan las que tú traes de casa; si, al fin y al cabo, todas las rayas conducen al despacho del A&R. La endogamia es un buen negocio. Pero no contaba esta casta de predicadores en negro sobre blanco con el invento de un tal Tim Berners-Lee, un alucinado que pretendía enviar textos y lo que no eran textos de ordenador en ordenador a través de una simple línea telefónica. ¿Acaso alguien creyó que Colón llegaría a las Indias viajando hacia el oeste? Internet no era una opción. No supieron, no quisieron, o quizá no les tocaba renovarse. Tampoco morir. Sí mirar la obra desde el otro lado de la valla, mascullando críticas al lamentable estado de la mezcla. Falta arena. Falta calidad. Lo que ellos construyeron por pura inconsciencia se volatilizó dentro de la fibra óptica. En mis tiempos, dice un miembro de la vieja guardia, te pagaban por colocar esos ladrillos, ahora esos obreros me acaban de comentar que lo hacen gratis, que así se promocionan, que les da prestigio. ¿Has probado el prestigio al ajillo?, suelta otro carcamal que, cuentan, hace años fue a pedir una Coca Cola para Keith Richards. Y ese es un recuerdo que se perderá en el éter de la red, como la dignidad del que trabaja a cambio del suculento prestigio, como las fotos pixeladas de Jenna Jameson. Tal vez sea mejor así, que las revistas de música perezcan al mismo tiempo que la propia música va poco a poco desplazándose hacia la sección de complementos de Zara. Pero eso daría para otra parrafada, una sobre festivales que compran grupos al peso o ciudadanías que apuestan por el acceso libre a la cultura descargándose por la patilla los discos de los artistas que dicen admirar. No me queda tiempo. Por ahí viene Sor Ivonne y su inyección acabará conmigo, al menos temporalmente. Lo dejaremos para otra ocasión si es que los románticos de Madafackismo Underground insisten en que siga lanzando pedruscos sobre su tejado. Hasta aquí la crónica exprés de una escena exprés.