En «Al otro lado» el germano-turco Fatih Akin rebaja de manera ostensible los arrebatos de rabia desatada de su anterior obra, aquella lacerante historia de amores suicidas que era «Contra la pared», aunque mantiene el carácter urbano y el desarraigo de algunos de sus personajes, medio turcos, medio alemanes, medio de ningún sitio. Su nueva cinta es un ir y venir de vidas (y de ataúdes) entre Estambul y Bremen; de almas que se buscan entre ellas y a ellas mismas, queriendo siempre el destino que lleguen cinco segundos tarde. Hijos que repudian a padres y madres como parábolas de un país (Turquía) y una religión (la musulmana) que tal vez les repudia a ellos por traidores, por impuros. Akinintroduce, además, la cuestión política y de los derechos humanos en la antigua Constantinopla, sin que quede del todo claro si «Al otro lado» tiene vocación de película-denuncia, o si las pinceladas sociales no son más que meras coartadas para colocar sus piezas, su personajes, sobre el tablero y desarrollar esas vidas cruzadas (o solapadas), y desorientadas.
Los derechazos emocionales de «Contra la pared» tal vez jueguen en contra de «Al otro lado»; generando unas expectativas que Akinno tiene intención de colmar, ya que aquí opta decididamente por un enfoque mucho más sosegado del drama. Aunque, como contrapartida, nos regala con la presencia de Hanna Schygulla, historia viviente del cine europeo. La antaño musa de Fassbinderha encajado en cuerpo y rostro los envites del tiempo, pero conserva intacto el magnetismo; la osada sensualidad de hace años ha mutado en la serenidad de una mirada sabia, segura de sí misma, la de quien ya no ha de probarle nada a nadie. Y eso es lo que empieza a sucederle también a Faith Akin que, a sus 35 primaveras, tiene muy pocas cosas que demostrar a la hora de hacer cine. Elecciones como la de la Schygulla no hacen más que corroborar su caché como director.