Chabrol coloca a su musa Isabelle Huppert en el epicentro de una historia de corruptelas políticas y podredumbres varias, y lo hace brindándole un papel con el que no resulta difícil identificar a «la pianista»: el de jueza implacable, azote de chorizos y prevaricadores. La Huppert recoge el guante y desbroza su personaje dotándole de cierta «humanidad». Es una dama de hierro con sentimientos y ¡sorpresa!, hasta sonríe sinceramente en más de una ocasión.
No ha sido nunca el director de «La ceremonia» amigo de grandes discursos socio-políticos más bien al contrario, ha situado el grueso de su obra entre los muros de la alta burguesía; sin embargo, en «Borrachera de poder» deja al margen sus intrigas y sus juegos mentales en la cúpula de la sociedad francesa para soltarle un par de bofetadas al «sistema». Todos a la cárcel, que diría Berlanga. Y a ello que se pone el provecto Claude. Eso sí, la cinta ha sido concebida por y para el lucimiento personal de su pelirroja actriz fetiche. El suyo es el único personaje verdaderamente matizado y trabajado, y el resto se limitan a pulular a su alrededor. Esa Jeanne que la Huppert encarna no deja de ser, además, símbolo de lo arduo que le resulta a la mujer moverse en ciertos círculos, afrontar según qué menesteres y conservar, al mismo tiempo, intactos casa y matrimonio. Pero, hablando de matrimonios, hay uno que parece no romperse y que aguanta carretas y carretones, y hasta separaciones temporales: el de Isabelle y Chabrol. Prolífico, brillante y absolutamente compenetrado. Que sea por muchos años más.