Bates Jr. no debió de quedar satisfecho con su corto de 2008, de idéntico título, idéntico argumento e incluso, en algunos casos, idénticas secuencias, que esta nueva versión amplía y (no sé si) corrige. Tal vez aquella Excisión original le pareciera poco grotesca, poco truculenta. Casi (casi) podría habérsela enseñado a su familia sin riesgo de que le tomaran por un demente. Era momento, pues, de crear un artefacto que sólo toleraría ese sobrino de 9 años que anda todo el día desmembrando zombies y apaleando camellos en la PS3.
Pero el sobrino no le hubiera prestado la suficiente atención. No para entender que las decisiones de su tío respecto a Excisión, el largometraje, han sido cuanto menos osadas. Aunque si tal osadía ha marcado la diferencia entre salir bajo palio de Sundance por su instantánea del adolescente disfuncional americano o ser carne de festival de terror para los muy cafeteros es algo con lo que, de todas formas, Bates a buen seguro contaba.
Excisión son tres películas. Sobre el papel, es la historia de una chica de 17 años con severos problemas psiquiátricos que empeoran exponencialmente por la erosión emocional de una madre fría, casi despiadada, en su rectitud, borracha de puritanismo, un padre que pasaba por ahí y la cálida acogida que tienen en las high schools todos los que no superan la frontera que alguien un día trazó entre ganadores y perdedores, entre populares y nerds. Esta es la película que a Bates le habría convertido en la enésima esperanza blanca del cine alternativo. De Van Sant a Harmony Korine, de Baumbach a Todd Haynes, todos eligieron esa casilla de salida.
Cinco segundos y un delirio necrófilo es lo que tarda el autor en darle un reverendo puntapié al sueño del indie americano. Entramos sin cinturón de seguridad, sin triángulos fluorescentes, en la segunda película. Gore de diseño que cruza el arte conceptual con las orgías de sexo y sangre que Morrissey urdió para Warhol. Toca dejar la chocolatina donde estaba. No va a ser un viaje agradable. Alguien ha pedido la bolsa de papel antes siquiera de despegar.
Y llegamos a la tercera película. La película que Richard Bates Jr. quería hacer y vive Dios que ha hecho. John Waters será un cura, Traci Lords esa progenitora implacable, de moral sólida como una cruz de cedro, y su protagonista una desquiciada que pone en jaque toda suspensión de credulidad. Seamos realistas, este guión no podría haberse escrito aplicando unos mínimos de sensatez a la historia de la joven Pauline –ojalá veamos a AnnaLynne McCord en lides menos excesivas-, aspirante a cirujana para más señas. Su sitio está en una institución penitenciaria para púberes peligrosos y no entre animadoras y quarterbacks, por muy malnacidos que sean. Hay que insistir: esto Bates ya lo sabía. El continente arrasa con el contenido y las intrincadas aberraciones freudianas, sus raíces, no escapan, no pueden escapar, a la mueca de sorna que nos planta en la cara la imagen de la actriz porno más célebre de todos los tiempos preocupadísima por la reputación de su retoño en pleno siglo XXI. El material más gráfico, las disecciones a pantalla completa o cierto cóctel de cunnilingus y menstruación, describe, ante todo, las parafilias de su ideólogo. Quiere epatar y probablemente lo consiga.
Epatar desde la gran pantalla, un arte que su amigo Waters ya dominaba hace cuarenta años y cuya efectividad estriba no tanto en el montante psicopático de una obra como en el contexto histórico en se gesta. Divine engullendo heces perrunas durante la administración Nixon tenía carácter de atentado terrorista. El tampón ensangrentado de Pauline no es contracultural, sólo una imagen nada sutil que nos manda a la cama sin cenar. Suficiente, no obstante, para atrapar a mentes calenturientas y hacer de Excisión un pequeño objeto de culto.
Servidor, si de rendir culto se trata, prefiere postrarse ante la obra original. La primera intención es la que cuenta, y esto no siempre es un tópico.