Sin alejarnos demasiado de un pueblecito holandés de esos en donde todos se conocen, casi todos se tienen ojeriza en mayor o menor medida y las señoras mayores preguntan “¿y tú de quién eres?” a cada desconocido, Diederik Ebbinge nos propone una travesía que ríanse ustedes de los escollos que encontró Ulises en su camino de regreso a Ítaca. Propone Ebbinge el viaje más difícil de todos; el de las emociones. Propone la metamorfosis. De la rutina y los rituales obsesivo-compulsivos como tiritas para el dolor al dolor como detonante del catártico salto al vacío.
Ebbinge nos vende una realidad asténica que siembra aquí y allá de excentricidad y algunas pistas sutiles que en ningún caso adelantan lo que más tarde se nos vendrá encima. Con su viudo de misa diaria y desayunos de puntualidad suiza y su vagabundo semi catatónico ya es suficiente para capturar, siempre al son de Johann Sebastian Bach, a la bancada con la vieja receta de los mundos que chocan y se retroalimentan. Pero en Matterhorn eso es sólo el principio. Cuando las cargas de profundidad empiezan a detonar, una tras otra, casi no dejan lugar a la reacción. La reflexión llegará después. Cuando uno se da cuenta de que dentro del envoltorio austero y deliberadamente monótono –minimalista, dirán algunos- de esa película tan pequeña que ha llegado sin hacer ruido alguno desde la patria de los girasoles, entre las bolas de papel de periódico y el plástico con pompitas, se escondía una monumental parábola sobre la soledad, el duelo, los tabúes sexuales, los sociales, los religiosos. Normal que lleguemos a destino sin aliento.