Al-encuentro-de-Mr-Banks-DisneyDa igual cómo se decore la historia: de no ser por los apuros económicos ni cien Walt Disney con el veneno de la disuasión disparado en sangre habrían convencido a P.L. Travers de ceder los derechos para la adaptación de Mary Poppins. Pero la acuciante necesidad de libras esterlinas la forzó a abandonar su querido Londres de nubarrones y té con leche para dar con sus huesos en California, “que huele a cloro y sudor”, en una jaula de oro milimétricamente diseñada por el viejo Walt, que haciendo honor a uno de los títulos de su adorada Leni Riefenstahl convirtió aquello de ‘el triunfo de la voluntad’ en modus vivendi. ¿O deberíamos decir ‘el arte de doblegar la voluntad ajena’? Porque Travers no podía imaginar peor destino para su Mary que los estudios que parieron a Mickey Mouse y el pato Donald. Como Al encuentro del Sr. Banks se encarga de retratar, aunque siempre (y paradójicamente) desde la sensiblería que tanto detestaba P.L., Mary Poppins tenía demasiada carga sentimental para la autora, demasiado dolor intrínseco, como para dejarla en manos de guionistas descarados y compositores de vodevil.

El choque de personalidades está servido, y Lee Hancock lo explota a conciencia. ¿Es Tom Hanks, el buen chico de Hollywood, la elección ideal para encarnar al poliédrico y ambicioso Disney? Sólo si se pretende ofrecer una determinada imagen del rey de Disneylandia. Le falta malicia a Hanks, le falta la mirada del tiburón; pero como contrapunto amable a la dama de hierro Travers desde luego que funciona. Emma Thompson sí que se calza como un guante la piel de esa señora más inglesa que un cambio de guardia en Buckingham, que, bajo toneladas de flema británica, encierra el gran trance de su infancia: la muerte prematura de un padre amante y amado, aunque alcohólico irredento. Es el verdadero meollo de Al encuentro del Sr. Banks; el background emocional tras lo que en principio es tan solo una serie de cuentos para niños. El resto, la enésima loa al sueño americano, se habría dado de bruces con el gesto torcido y los “¡No! ¡Así no!” de la propia Travers. O de Thompson. Imposible discernir quién impone más.

Felicidad y piruletas gigantes; que si llegan las lágrimas que lo hagan bien dosificadas y resulten edificantes, catárticas. No sea que Walt se descongele y anuncie su segunda venida.