Todo en la cinta de Victoria Galardi gira en torno a (o es preámbulo de) un trance muy concreto: el momento en que la protagonista (Elena Anaya) se ponga cara a cara con su mejor amiga (Valeria Bertuccelli) y le confiese que está teniendo un affair con su ex-marido. No tiene más ases argumentales en la manga la directora argentina. Mientras llega la confrontación sentimental sólo queda llenar el hueco con estampas minimalistas de la cotidianeidad. No entra Galardi a deshojar concienzudamente sus personajes; poco sabemos de ellos y poco se nos cuenta. Y quizá no sea necesario, quizá basten las pinceladas repartidas estratégicamente a lo largo del metraje de Pensé que iba a haber fiesta.
Es una apuesta arriesgada la de Galardi, que le hace vadear el abismo del tedio en más de una ocasión. A diferencia de Rohmer, que ha convertido el ‘no pasa nada, pero pasa todo’ en un arte, los diálogos elevados, las pretensiones cultas, no acuden aquí al rescate. Hay más emociones, más miradas, que palabras. Sí acuden a salvarle casi todos los muebles a Galardi sus dos actrices; estupenda Elena Anaya, en un papel mucho más agradecido que sus escapadas a Hollywood para ejercer de hermoso florero, y gigantesca Valeria Bertuccelli, lo que hace tiempo que dejó de ser noticia.
Hay películas de infinita pirotecnia, películas que inducen a una honda reflexión y hay películas de actores (o de actrices). Pensé que iba a haber fiesta pertenece a este último grupo. Un patrón hecho a medida de dos grandes talentos. No siempre es suficiente, pero ya es bastante.